Monterrey nunca estuvo en mis planes, pero fue parte de mi destino.
Venía de un periodo muy triste, denso y obscuro en el que literal y metafóricamente estaba desapareciendo. Monterrey fue la luz al final del túnel, fue la calma después de la tempestad, fue la tierra después de tocar fondo, fue mi segunda oportunidad, fue medicina para mi alma, fue el reencuentro conmigo.
No puedo decir que fue aire fresco porque, más bien, se sintió como una bocanada de aire hirviendo. Que, para muchos, puede resultar sofocante. Pero, para mí, fue como un abrazo cálido de bienvenida.
Monterrey y yo tuvimos una conexión instantánea. No sé cómo explicarla porque no fue exactamente a la ciudad, sino a la energía nueva que me brindaba. Fue sentir que no había otro lugar en el mundo donde debía estar en ese preciso momento. Me sentí parte.
Y, a pesar de que se sintió hogar en mi corazón desde el principio, también sabía que lo nuestro iba a durar sólo por un periodo breve de tiempo. Entonces, decidí vivirla completita. Me llené de sus hermosas y majestuosas montañas. Y aunque era ruidosa como cualquier ciudad grande, ahí encontré silencio y paz en mi interior.
Desde que mi mamá me propuso la idea de irme a estudiar para allá, todo se acomodó para que sucediera. Aunque nunca fue fácil porque sabía lo que le implicaba a mi familia que yo me fuera. Así que dos promesas me hice al llegar:
La primera fue que iba a comprometerme al máximo. Ya que, al tener la experiencia previa de haber renunciar a mi primera carrera, sabía que no iba a haber Universidad perfecta. Pero, para mí, esa oportunidad era única en la vida y no pensaba desaprovecharla. Entonces, me comprometí de lleno: con mis estudios, con mis clases, con mi formación, con mi servicio becario, con mis prácticas, con mi trabajo y con agradecer cada día el poder estar ahí.
La segunda promesa fue que iba a disfrutar el tiempo conmigo. Y así lo hice. En Monterrey amé mi soledad más que nunca. Iba yo sola al cine, a comer, a los cafés, a las librerías, a las tiendas, a los parques, a la alberca, a caminar, a todos lados. Me encantaba. Lo disfruté tanto que hasta llegué a contemplar felizmente la idea de vivir sola, por siempre. Me di cuenta que, después de mucho tiempo de haberme rechazado tanto; me convertí en el gran amor de mi vida.
Entonces, fue que pude amar y ser amada como siempre había querido. Y, de nuevo, sin planearlo; conocí a mi compañero de vida con quien vengo construyendo un amor inmenso, ligero y real desde hace casi 11 años. Comprendiendo que nada puedo exigir afuera, sino me lo doy antes yo misma. Porque, aunque suene lo más trillado del mundo: no puedes amar de verdad hasta que aprendes a amarte primero a ti.
Monterrey, representó amor en todos sentidos: amor a mí misma, amor en pareja y también amor a nuestro primer perrito, Huevo. Así que muchas cosas le agradezco a mi querido Monterrey y es curioso porque, cada que regreso, ya no siento esa conexión del lugar donde debo estar. Sin embargo, siento esa complicidad de la tierra en la que aprendí a renacer. Donde llegué perdida y me encontré a mí misma.
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